viernes, 10 de enero de 2014

Nosotros y la muerte-Sigmund Freud

SIGMUND FREUD-NOSOTROS Y LA MUERTE*

Distinguidos presidentes y queridos hermanos. Les ruego que no piensen que fue por un capricho el que haya escogido Un título tan horrible para mi conferencia. Sé que hay muchas personas tal vez también entre ustedes, que no quieren saber nada de la muerte, y he querido evitar atraer a aquellos hermanos a pasar una hora que les hubiera resultado molesta. También hubiera podido modificar la primera parte del título. En lugar de «Nosotros y la muerte» podría haberse dicho «Nosotros judíos y la muerte», porque la relación con la muerte que quiero tratar ante ustedes, la mostramos precisamente nosotros los judíos con más frecuencia y de la manera más extrema.

Ustedes pueden imaginarse fácilmente, empero, cómo llegué precisamente a la elección de este tema. Es una consecuencia de la horrible guerra que impera con su furia en estos tiempos y que nos está privando a todos de la orientación en la vida. Creo haber percibido que lo que ocupa el primer lugar entre los agentes que favorecen esta desorientación es la modificación de nuestra posición ante la muerte.

¿Cuál es, pues, nuestra posición ante la muerte'? En mi opinión es muy asombrosa. En general, nos comportamos como si quisiéramos eliminar la muerte de la vida; en cierto modo queremos ignorarla como si no existiese; pensamos en ella como... «en la muerte»1. Esta tendencia no puede imponerse evidentemente sin alteraciones. No cabe duda de que la muerte se nos manifiesta de manera ocasional. Entonces nos sentimos profundamente conmovidos y perturbados en nuestra seguridad como si fuera algo insólito. Decimos: «¡Qué horror!» cuando, en su intrepidez, un aviador o un alpinista muere en accidente, cuando el derrumbamiento de un andamio entierra a tres o cuatro obreros, cuando en el incendio de una fábrica perecen veinte aprendizas o cuando se hunde un barco con varios cientos de pasajeros. Pero lo que más nos afecta es cuando le sobreviene la muerte a alguno de nuestros conocidos; cuando se trata de un hermano de B'nai B'rith, incluso celebramos una reunión fúnebre. Sin embargo, nadie podría deducir de nuestro comportamiento que reconocemos la muerte como una necesidad, que tenemos la firme convicción de que cada uno de nosotros deba una muerte a la naturaleza. Al contrario, cada vez encontramos una explicación que rebaja esta necesidad a la categoría de una casualidad. Esta persona, en concreto, que murió, habla con-traído una pulmonía infecciosa que de todos modos no habla sido una necesidad; aquella otra ya había estado enferma desde hacía mucho tiempo, sólo que no lo sabía; una tercera, de hecho, ya era muy vieja y débil. (Como contraposición la advertencia: On meurt à tout âge). Cuando encima se trata de alguno de nosotros, de un judío, habría que hacerse la idea de que un judío nunca muere de una muerte natural. Cuando menos, lo habrá estropeado un médico; de otro modo probablemente aún estaría vivo Aunque admitimos que finalmente hay que morir, logramos alejar este «finalmente» a una lejanía inescrutable. Cuando se le pregunta a un judío que edad tiene, contesta con preferencia: más o menos sesenta hasta ciento veinte.
En la escuela psicoanalítica que, como saben, represento, tuvimos la osadía de postular que nosotros –cada uno de nosotros– en el fondo no creemos en nuestra propia muerte. Lo cierto es que no la podemos imaginar. En todos los intentos de ilustrarnos qué sucederá después de nuestra muerte, quién la llorará etc., podemos percatamos de que en realidad aún estamos presentes como observadores. Resulta realmente difícil inculcar a alguien esta convicción, porque tan pronto se encuentra en la situación de hacer la experiencia decisiva, se vuelve inaccesible a cualquier comprobación.

Sólo una persona dura o mala cuenta con o piensa en la muerte del otro. Personas más sensibles y más buenas, como todos nosotros, se resisten a estos pensamientos, especialmente cuando la muerte del otro podría proporcionarnos una ventaja en cuanto a nuestra libertad, posición o riqueza. Si la ocasión de que el otro se muere se ha producido no obstante, entonces lo admiramos casi como un héroe que ha logrado algo excepcional. Si habíamos tenido sentimientos hostiles, nos reconciliamos con él; hacemos callar toda nuestra crítica contra él: de mortuis nihil nisi bene, consentimos a gusto que en su lápida se graben alabanzas inverosímiles. En cambio nos Sentimos totalmente indefensos cuando la muerte se lleva a las personas amadas, a los padres, al esposo, a los hermanos, a los hijos o los amigos; no dejamos que nos consuele nadie y nos negamos a sustituir por otro a aquel que hemos perdido. Nos comportamos entonces como una especie de Asra 2 que muere cuando mueren aquellos que ama.